Una apuesta, un vestido y un secreto — Segunda - Relatos Eróticos

Una apuesta, un vestido y un secreto — Segunda

... hablaremos. Pero hoy… hoy se siente así.

Bajo la mirada. Respiro hondo. El aire huele a noche limpia y a tierra húmeda.

—No estoy lista.

—Está bien. No hay prisa.

Lo dice sin resentimiento, como quien no esperaba nada, pero deseaba todo. Como quien entiende que las decisiones importantes no se arrancan como curitas, sino que se abren como flores.

—Gracias— le digo.

—¿Por no insistir?

—Por verme.

Me sonríe de nuevo. Luego se pone de pie, me tiende la mano.

—Vamos, te acompaño a la recámara de invitados. No quiero que nadie te vea desmaquillada. Sería un escándalo.

Nos reímos. Nos reímos con ganas. Caminamos hacia la casa en silencio, pero no es un silencio frío. Es uno lleno de palabras que no se dijeron, pero que flotan a nuestro alrededor como luciérnagas.

Antes de entrar, él se detiene y me mira una vez más.

—¿Te puedo pedir algo?

—¿Qué?

—No cambies mañana lo que descubriste esta noche. Solo piénsalo. ¿Va?

Asiento.

Y mientras subo las escaleras, escucho su voz detrás de mí:

—Diana Laura… Vaya nombre más bonito. Te queda como anillo al dedo.

Y me detengo en seco, el rostro ruborizado. Sé bien ahora que no es por el vino.

La habitación de invitados es pequeña, pero acogedora. Las cortinas beige están entreabiertas, dejando entrar la luz dorada de las guirnaldas del jardín. Una alfombra suave cubre casi todo el suelo, y sobre la cómoda reposa una bandeja con botellitas de agua, pañuelos y una pequeña nota escrita a ...

... mano:

“Cualquier cosa, estoy en la habitación del fondo. –Ricardo.”

Sus letras tienen ese trazo rápido de quienes piensan antes de terminar de escribir. Me quedo observándolas un segundo antes de dejar la nota de nuevo en su lugar. Me siento en la orilla de la cama. Afuera, la noche se siente en paz. Adentro, mi cabeza no.

Tomo un espejo de mano del tocador. Me observo en silencio. Sigo siendo yo, pero no del todo. Mis ojos están delineados, con un trazo elegante que alarga mi mirada. Mis labios, ya un poco desteñidos por el vino y la cena, conservan un tono rojo discreto. Y mi cabello —o mejor dicho, la peluca perfectamente peinada que Luis ajustó horas antes— sigue en su sitio, sujetada con horquillas invisibles. Uno a uno, empiezo a desmantelar lo que me convirtió en Diana Laura esa noche.

Los aretes primero; después los zapatos, que dejo con cuidado junto a la cama; luego el vestido de tul, que se desliza por mis hombros como agua espesa. Lo cuelgo con respeto, como si tuviera vida propia. Desabrocho el corsé, respiro profundo. Saco los pads de silicona que le dieron volumen a mi pecho, me quito las medias, las pestañas postizas, los accesorios, el collar delgado.

Por último, el maquillaje. Me siento frente al espejo con una toallita húmeda y empiezo por los ojos. La primera pasada me devuelve algo más familiar, pero también más plano, menos definido. Sigo con la base, con el rubor, con los labios. Cuando termino, soy “él” de nuevo. O eso creo. Algo ya no ...